Por Laura Goncalves, directora general de Powerdot en España
La transición hacia un transporte más sostenible no depende únicamente de la voluntad de los fabricantes o los conductores, sino también de un marco regulatorio claro y estable que facilite y acelere el cambio. En este contexto, la normativa CAFE (Corporate Average Fuel Emissions) ha sido una herramienta clave para incentivar la innovación y la eficiencia en la industria automotriz.
La regulación CAFE nació en Estados Unidos en los años 70 para reducir el consumo de combustible, y con el tiempo ha evolucionado hasta convertirse en un pilar en la estrategia de descarbonización del transporte. En Europa, su equivalente se encuentra en el Reglamento (UE) 2019/631, que establece límites de emisiones de CO₂ para las flotas de los fabricantes de vehículos. Este reglamento fija objetivos de reducción progresiva hasta 2030, organizados en bloques de cuatro años. Es decir, los fabricantes conocen desde 2019 los hitos que deben cumplir: en 2025 entra en vigor la primera reducción del 15 % respecto al periodo 2019–2024, seguida de una segunda en 2030, con el objetivo final de cero emisiones en 2035.
Sin embargo, en marzo, la Comisión Europea anunció un plan de acción para impulsar la innovación, sostenibilidad y competitividad del sector automotriz. Entre sus propuestas destaca la flexibilización del régimen de cumplimiento de los objetivos de CO₂: en lugar de aplicar sanciones anuales, se plantea un sistema de créditos que evalúa la media de emisiones acumuladas entre 2025 y 2027. Esto implica que los fabricantes no serán penalizados en 2025 por superar el umbral de 93,6 gramos de CO₂ por kilómetro, siempre que la media del trienio esté dentro de los límites.
Aunque esta flexibilización no modifica los objetivos de descarbonización a medio plazo ni la meta final, sí puede tener consecuencias relevantes en el corto plazo. En particular, representa un retroceso en el impulso hacia la movilidad eléctrica. Al permitir que los objetivos se cumplan mediante promedios a tres años, se mantiene la presión sobre los fabricantes, pero se diluyen los incentivos a innovar y optimizar costes de manera inmediata. Si los fabricantes no cumplen con los objetivos este año, deberán compensar el desvío en los siguientes, ajustando su estrategia para recuperar el ritmo perdido en 2025. La presión, por tanto, no desaparece, solo se aplaza. Pero ese aplazamiento puede ralentizar el desarrollo del vehículo eléctrico, afectando tanto a la oferta como a los precios, con un posible impacto más visible a partir de 2027. Mientras los fabricantes chinos apuestan con fuerza por la movilidad eléctrica, impulsando la innovación y ofreciendo modelos más competitivos, este retraso de Europa podría suponer un riesgo considerable para su industria
Además, el plan carece de medidas potentes para estimular la demanda, como incentivos directos a la compra de vehículos eléctricos. Esto hubiera sido clave para mejorar su competitividad frente a los modelos de combustión.
En el lado positivo, el plan aborda un aspecto crítico en la carrera global por la competitividad: el desarrollo de baterías. En concreto, propone la creación de fondos europeos para impulsar su producción local. Si esta medida se implementa eficazmente y las empresas europeas saben aprovechar el respaldo institucional, podría marcar la diferencia y reducir la brecha frente a otros mercados. Sin embargo, el tiempo es limitado. La industria automotriz necesitará ejecutar estos proyectos rápidamente, lograr reducciones significativas de costes y trasladarlas al consumidor final… todo en menos de tres años.
Aguardamos con atención cómo evolucionará el mercado tras estos cambios de orientación por parte de la Unión Europea. No obstante, la flexibilización de los objetivos de emisiones a corto plazo, la ausencia de incentivos adicionales a la demanda y la apuesta por mejorar la competitividad de las baterías en un horizonte más lejano suponen, en conjunto, un paso atrás para la movilidad eléctrica en Europa, especialmente en España.
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